Historia de Andrea: un relato no erótico

Historia de Andrea: un relato no erótico

Andrea estuvo casada con Alfredo durante quince años que a ella se le hicieron eternos. A los diez meses de conocerse se fueron a vivir juntos a un piso en el barrio de Gracia de Barcelona. Un año y medio año después decidieron casarse en una ceremonia íntima en Sitges. Fruto del matrimonio nacieron Jimena y David, que curiosamente vinieron al mundo el mismo año, pero sin compartir periodo de gestación.

    Cuando los dos niños rondaban los ocho años, Andrea decidió divorciarse. La relación con Alfredo no era mala, pero ella se sentía prisionera de una convivencia monótona y distante, rayana en el tedio.

    Tras varias semanas de conversaciones Alfredo entendió cuáles eran los sentimientos de Andrea, y decidieron presentar una demanda de divorcio de mutuo acuerdo. Alfredo continuaría viviendo en el piso común y Andrea alquilaría un piso lo más cercano posible a la vivienda familiar. Ambos decidieron que la custodia de los niños sería compartida, de modo que su traslado de un piso al otro cada semana no implicara dificultad.

    Así lo hicieron. Para Jimena y David el divorcio fue un hecho doloroso, pero se acostumbraron rápidamente a su nueva vida y aprendieron a disfrutar con normalidad de la semana que pasaban con cada uno de sus progenitores.

    Andrea se fue a vivir a una urbanización nueva de altas calidades, que tenía piscina y portero 24 horas. Desde muy pronto aprendió a separar completamente la semana en la que se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo y a su faceta de madre, de la semana en la que estrenaba nueva vida, y a la que a su faceta laboral unía el ocio y la risa que tanto anhelaba desde hacía tiempo.

    Los primeros meses de su nueva soltería, fueron muy «locos», y las noches de Barcelona se quedaban cortas para Andrea y otras dos amigas de la Facultad que también acababan de divorciarse. Eran «las alegres divorciadas», según las había rebautizado uno de sus exmaridos.

    Andrea tuvo un nuevo despertar de su sexualidad, y en poco tiempo comenzó a «coleccionar» una considerable lista de amantes. No buscaba compromiso ni relación de pareja estable. Solo anhelaba pasión y magia, ambas inexistentes en su matrimonio.

    Andrea tenía mucho éxito entre los hombres. Un cuerpo espectacular y una mente afiliada e ingeniosa hacían de ella una mujer doblemente atractiva. El divorcio le había regalado vitalidad y seguridad en sí misma, una energía que era fuente de atracción para todos los hombres que conocía.

    Andrea prefería llevarse a sus amantes a casa. Su nuevo piso tenía una enorme terraza desde donde se veía Barcelona en todo su esplendor. Las vistas nocturnas eran magníficas, y eran las que Andrea prefería tener frente a sí cuando hacía el amor con sus conquistas.

    Poco a poco los porteros de la urbanización comenzaron a realizar comentarios sobre las visitas que recibía Andrea durante la semana en la que no tenía a sus hijos. No podían explicarse cómo una mujer que ejercía de «respetable madre» durante una semana, a la siguiente podía convertirse en una «depredadora sexual».

    Con la llegaba del verano y las escasas veces que bajaba a la piscina, Andrea comprobó que los hombres casados, que antes la saludaban y charlaban con ella amistosamente, dejaban de hacerlo cuando estaban delante de sus mujeres, y que muchas de ellas ya no le dirigían la palabra. A pesar de ello, continuó su vida como si tal cosa, porque «el qué dirán» nunca había sido algo que le preocupara en exceso. Sin embargo, cierto día se quedó perpleja cuando David, su hijo, le preguntó qué era una puta. David era solo un niño y ella no podía entender por qué le hacía esa pregunta. Pero se quedó aún más sorprendida cuando le preguntó si ella lo era. Uno de los niños de la urbanización le había dicho que su madre llevaba hombres a casa cuando ellos no estaban y les cobraba por sus servicios sexuales. Aparentemente, este había sido uno de los puntos de la orden del día de la última junta de vecinos, e inevitablemente, había llegado a oídos de los más pequeños de las casas.

    Durante las siguientes semanas, Andrea comenzó a sentir cómo las miradas de algunos vecinos se hacían cada vez más hirientes, mientras que las de otros se habían vuelto lascivas.

    Andrea no pudo salir de su asombro cuando recibió la llamada de su casera. En ella, la dueña del piso le expuso la preocupación que tenía la comunidad de vecinos por lo que intuían estaba sucediendo de puertas adentro de su piso. No solo no les gustaba el ejemplo que estaba dando a los niños de la urbanización, sino que además les inquietaba la educación que estaba dando a sus propios hijos, y se empezaban a cuestionar si denunciar la situación a los servicios sociales, e incluso poner una denuncia por ejercer la prostitución dentro de la comunidad. Eso afectaba a su casera que ahora también podía ser denunciada por ejercer «tercería locativa».

    Al oír aquellas palabras, Andrea no podía salir de su asombro. Cuando colgó el teléfono comenzó a llorar de tristeza y rabia al mismo tiempo, planteándose cómo actuar ante tremendo sinsentido. Habló de ello con sus amigas. La mayor parte de ellas compartió su indignación sin poder comprender cómo podía suceder algo así. Otras, sin embargo, entendieron la postura de la comunidad de vecinos y le aconsejaron moderar su forma de vida. Juzgaron que su promiscuidad era perjudicial para ella y terminaría siéndolo también para sus hijos.

    A las pocas semanas de aquella llamada de teléfono Andrea se mudó de piso. Decidió buscar uno alejado de la urbanización donde se le había acusado de transgredir las normas básicas de convivencia de la comunidad. Sus vecinos ya no sentirían más la vergüenza ajena de sus propias morales.

  



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