Relatos Eróticos: El tango que no se baila – 1º premio Premios Bonobo

Relatos Eróticos: El tango que no se baila – 1º premio Premios Bonobo

Caminaba con elegancia, dejándose mirar, “con ese tumbao que tienen los guapos al caminar”. Tenía el pelo negro, la cara afilada, y los ojos oscuros como una noche de invierno.

    Su mirada se clavó en mis ojos desde la distancia.  Vino hacia mí con ese abrumador aplomo de quien sabe conquistar a una mujer. Según se acercaba, una extraña sensación de desnudo se apoderó de mi cuerpo.

    Sonaban acordes de bandoneón que anunciaban un tango, la música de los barrios bajos de Buenos Aires, la danza que bailaron los hombres entre sí antes de invitar a las mujeres; el baile de los prostíbulos, de los tramposos.

    Según se aproximaba a nuestra mesa, me sentía incapaz de sostener aquella mirada, mis ojos tuvieron que refugiarse en el suelo donde las dos puntas de mis zapatos apuntaban ya irremisiblemente hacia él.

    De pronto comencé a sentir su presencia como un aluvión de energía que se cernía sobre mí. Su aura invadía mi espacio de tal modo que apenas dejaba lugar para mi voluntad.

     Al llegar junto a mí no dijo una sola palabra, tan solo alargó su mano izquierda de forma displicente con la total seguridad de que yo le tendería la mía.

    “Cabrón”, me mije. Odio esa actitud chulesca en un hombre, pero a la vez desata en mí una atracción que difícilmente puedo evitar. Iba a volver la cara hacia otro lado cuando, no sé ni cómo ni por qué, mi mano se levantó y se fue acercando a la suya hasta que nuestros dedos comenzaron a rozarse.

    Me levanté y comenzamos a caminar juntos de la mano. Se detuvo en el centro de la pista de baile. Mi cuerpo se fue acercando lentamente hacia él hasta recostar mi pecho sobre el suyo. Su brazo derecho rodeó mi torso mientras su mano recorría mi espalda. La acariciaba con suavidad, para bajar sutilmente las yemas de sus dedos hasta dejarlas a ambos lados de los finos hilos de mi tanga; un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.  

    —Es La cumparsita, la quintaesencia del tango argentino, el tango de los tangos —me dijo mirándome fijamente a los ojos a escasos centímetros de distancia, con su voz grave y un acento que entraba directamente en mi cerebro y lo desbarataba.

    No pude decir nada, sólo apoyé mi frente contra la suya sintiendo el alivio de tener mi mirada a salvo de la de él. Nuestras piernas entraron en contacto antes de comenzar el baile. Sentí, entonces, la fuerza de su pecho arrancando la caminada, con decisión, sin dejar ningún atisbo de duda. En cada paso sus muslos rozaban la parte interna de los míos. Caminábamos con una cadencia perfecta, como dos ramas  que se mecen al viento al ritmo de un mismo compás. Languidecía el bandoneón; la música narcotizaba la atmósfera con tintes de melancolía:

 

        “…Si supieras

        Que aún dentro de mi alma

        Conservo aquel cariño

        Que tuve para ti…!

        Quién sabe si supieras

        Que nunca te he olvidado…!

        Volviendo a tu pasado

        Te acordarás de mí…”

 

    De súbito paró, su mano trepó sutilmente por mi espalda, indicándome con firmeza la figura que tenía que marcar. Mi cuerpo, entregado ya a aquel hombre, habría respondido a cualquier gesto que le hubiera propuesto. Me sentía completamente a su merced. Solo mi mente se negaba a rendirse, solo ella luchaba sabiendo de antemano que la batalla estaba perdida.

    Una figura brusca puso su frente contra la mía. Sus ojos se clavaron en mí. Su mirada traspasaba mi razón y revelaba inciertos mis pensamientos. Gotas de sudor empapadas de deseo se atraían, se mezclaban creando una perfecta alquimia.

    Con cada acorde mi entrega se ponía en evidencia, con cada estrofa me sentía más liviana, más desnuda. Las notas se sucedían, mi piel bullía y se modelaba con su tacto. Cerré los ojos aislándome del mundo con un solo deseo: fundirme con él. 

    Muslo con muslo, cadera con cadera en un ocho, pubis rodando sobre pubis para contactar con la cadera contraria. Una volcada y sus ojos pegados a los míos, sus labios a milímetros de mi boca; una boca que por ser besada comienza a volverse loca.

    Una vuelta firme y mi espalda contra su pecho, su mano en mi vientre. Mi corazón late como nunca dentro de mi sexo. La palpitación se intensifica. Mi cuerpo tiembla, su aplomo me doblega. Busco con desespero el roce de su piel.

    Mi respiración se agita más y más, y mis labios se entreabren en una frustrante búsqueda de su boca. Solo puedo notar su aliento; calor que excita mi entrepierna en una íntima conexión nunca soñada. Le necesito dentro. Pierdo la razón para dar paso al deseo más infinito. No hay límites definidos entre su cuerpo y el mío.

    Me siento como una guitarra en manos de un virtuoso maestro. Al momento me doy cuenta. ¡Canalla, me estás haciendo el amor! Me lo haces con la sutileza de un ladrón, con la maestría de un sabio. ¿Cómo puedes entrar en una mujer sin que se percate? ¿Cómo puedes robarme besos sin dármelos? ¿Cómo puedes adueñarte de mi alma en una sola canción?

    ¡Sal de mí! ¡O entra y quédate para siempre dentro! No quiero que este sentimiento se desvanezca, no quiero separar su cuerpo del mío…

    Bandido, ¿para qué has bailado conmigo?

    Languidece la canción, las notas se tornan largas, suaves. Todas las parejas ultiman sus bailes con movimientos lentos y armónicos. Me sujeta la espalda y mi cabeza se desploma dócilmente hacia el piso haciendo mi pelo volar.

    Me incorpora, me mira con picardía y besa mi mejilla acercando sus labios a la comisura de los míos:

    —Gracias, ha sido un placer —manifiesta con absoluta caballerosidad. Yo soy incapaz de responder. Me acompaña unos pasos hasta la zona de la pista más próxima a mi mesa. Nos miramos, me sonríe y al momento desaparece como si no hubiera existido nunca.

    ¿Pueden robarte el corazón en tan solo unos minutos? ¿Puede alguien hacerte el amor penetrando en tu alma y robándola para siempre en un solo instante? 

    —¿Le conocías? —pregunta mi marido al acercarme a la mesa.

    —No, en mi vida lo había visto —rechina el silencio. —Hace calor, ¿verdad? Voy a salir fuera un rato a fumar un cigarro… necesito que me dé el aire.



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